JUSTAMENTE,
INJUSTO.
Francisco Márquez Razo.
Acompañaba a mi primo Eduardo, qué venia de Estados Unidos a vacacionar y
de paso aprovechar su estancia para realizar un trámite en el supremo tribunal
de justicia.
Debo decir que me sentía lleno de orgullo por su compañía, pues se había
graduado en una de las universidades más prestigiosas de América del norte,
como licenciado en derecho internacional.
Nos estacionamos por la calle Negrete, entre Zaragoza y Bruno Martínez,
cada cual en su vehículo y exactamente uno detrás del otro, depositamos monedas
en el parquímetro que tiene un límite de dos horas y verificamos que el reloj
de pulso marcaba las diez y quince de la mañana, ¿será suficiente el tiempo?
pregunté.
Sí, me comento confiado Eduardo, no creo que tardemos más de una hora.
Desafortunadamente la diligencia nos llevó más tiempo del esperado y en
el preciso momento que regresábamos por los autos, estaba ya un guardia de
parquímetros realizando la infracción al auto de mi primo, mi sorpresa fue
mayor al descubrir que en el parquímetro que me correspondía, todavía tenía
quince minutos de tiempo, esto me indigno y entonces le reclame al guardia; qué
sus aparatos no funcionaban correctamente, puesto que habíamos colocado las
monedas al mismo tiempo y era obvio que se estaba cometiendo una injusticia en
contra de Eduardo, y qué yo no estaba dispuesto a permitirlo, menos cuando me
encontraba en compañía de un profesional del derecho, faltaba más, faltaba
menos, qué triste impresión se llevaría de nuestra ciudad por estos penosos
detalles.
Tomé fotografías de los aparatos y del mismo encargado del parquímetro,
agente de la injusticia le llamé, puesto que se negó a proporcionarme su nombre
y no accedió a devolver la placa, alegando que ya había realizado la
infracción, le dije unas cuantas verdades, qué omito por educación, me trasladé
en compañía de mi primo a la oficina de estacionometros, donde hice alarde de
elocuencia en favor de que se reparará el daño qué habíamos sufrido y en un
vano intento de restaurar el honor de nuestra ciudad, pues de nada sirvieron
mis intensos alegatos, así que desplegué mi abanico secreto de majaderías e
improperios qué guardaba para una ocasión como está.
Mi primo me decía; ¡Paguemos y vámonos!
Yo me negué, sintiendo en mis manos la espada de la justicia y en el
corazón la llama ardiente de la verdad, nos presentamos entonces en el tribunal
de lo contencioso administrativo, dónde levante denuncia formal, contra está
clara injusticia.
Eduardo volvía a pedirme: ¡Paguemos y vámonos!
Yo en cambio rebosaba satisfacción al permitirme defender abiertamente lo
que a mis ojos era improcedente, además de indigno de un Duranguense qué ve y
presencia un atropello y no hace nada, a insistencia de mi primo, y solamente
para complacerlo, regresamos a pagar la infracción y recoger la placa, se
marchó y yo tomé el camino a casa, sintiéndome un verdadero héroe, paladín de
la justicia y deseoso de compartirle a
mi esposa la Quijotesca aventura que había vivido en defensa de lo justo.
Pero antes de informarle, me cuestiono efusivamente: ¿Cómo les fue?
¿Arreglaron sus asuntos?
Y me quedé textualmente sin palabras al escucharla decir: Pasé por la
calle Negrete y observé que casi se terminaba el tiempo del parquímetro y para
qué no te fueran a quitar la placa deposité una moneda.
¿Llegaste a tiempo?
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