Lo imperdonable.
Francisco Márquez Razo.
Doña
Lola, comenzaba su día como de costumbre: levantarse al salir el sol, preparar
el desayuno para su esposo e hijos, realizar las actividades cotidianas de la
vida en el campo. Sin embargo, prestaba especial atención y esmeraba su cuidado
en lo que ella llamaba su granja familiar, una docena de gallinas que
diariamente le proporcionaban igual número de huevos para el sustento familiar.
Guardaba especial orgullo por un gallo, un hermoso ejemplar de los llamados
colorados al que ella nombraba cariñosamente Rojo. Se deleitaba en su cuidado, aseo y alimento.
Era tal
el cariño que le profesaba, que en más de una ocasión había manifestado que no
lo vendería por nada. Inclusive lo ponía como ejemplo de virilidad ante su
esposo, diciéndole: Mira, el Rojo
pisa diariamente a doce gallinas, mientras que tú no puedes con una sola.
El esposo
se defendía replicándole, Ponme a doce mujeres y ya verás.
Al otro
lado de su propiedad vivía Víctor, un joven dedicado a las labores del campo.
Era descuidado, dejado, sucio, por más que se daba aires de grandeza, que desde
luego no coincidían con su imagen. Les pedía a sus amigos y familiares que le
llamaran El padrino. Según él,
llegaría a ser el más importante capo de la mafia. Los que le conocían, se
morían de la risa al escucharlo, pero él les aseguraba que se estaba preparando
para hacer realidad su sueño.
En el
extremo de su terreno, junto a la barda de su vecina, Víctor había preparado un
pequeño espacio donde cultivaba, con sueños de codicia, tres pequeñas plantas
de marihuana. Pasaba las horas frente a su “cultivo”, quería verlas crecer.
Esas tres plantas representaban su futuro, hasta podía decirse que su propia
vida; prefería sus plantas a buscar alguna mujer. Después de la cosecha de sus
amadas tres plantas, según sus sueños, las vendería a buen precio; de esta manera
pasaría entonces al cultivo de otras seis plantas; después doce, veinticuatro,
y así hasta lograr su propósito.
Meciéndose
en una tela cosida y remendada que él llamaba hamaca, imaginaba que esas tres
plantas lo convertirían en un hombre rico y poderoso. Entonces en verdad
sería un verdadero Padrino, y todos
acudirían a él en busca de protección y favores.
Cierta
tarde en que Víctor se encontraba ocupado en sentirse bien, había dejado sin
vigilancia su cultivo. Sobrevino la tragedia; el Rojo, que esa tarde se había
quedado fuera del gallinero por un descuido de su protectora, se encontró
libre. Le dio por disfrutar de esa libertad, voló la barda, cayendo en el
cultivo del vecino. Sin ninguna compasión por el tiempo y el esfuerzo que su
dueño había dedicado a cuidarlas, se fue contra ellas. Después de terminar
aquel festín y para celebrar su triunfo, lanzó al aire su grito de victoria:
ki-ki-ri-ki. Al escuchar el canto, Víctor, intuyendo que algo no andaba bien y
temiendo lo peor, se incorporó del lugar donde estaba sentado y corrió hacia el
plantío, se sorprendió al ver el gallo. Pero mayor fue su sorpresa al observar
que no quedaba nada de sus tres adoradas plantas, ni de sus sueños de grandeza.
Tomó una
piedra y la lanzó con toda su fuerza contra el gallo, al tiempo que le gritaba:
–Muere,
gallo hijo de la fregada; vas a ver lo que te va a pasar; con el Padrino nadie se mete. Pero el Rojo esquivó la piedra y levantó el
vuelo, volviendo a cruzar la barda, de regreso a su corral. En ese momento doña
Lola apareció en el patio. Al observar la inquietud del gallo, de inmediato
quitó la tranca de la puerta del gallinero, un enorme polín de 4 x 4 pulgadas,
al tiempo que invitaba al Rojo, a pasar:
Paciente, la mujer esperaba que su gallo entrara al gallinero. Pero lanzó un
grito de terror al ver a su vecino, brincando la barda y armado con un
descomunal cuchillo, atrapó al gallo y sin piedad le cortó el cuello de un sólo
tajo. – ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?–le reclamó a gritos doña Lola.
–Su gallo
se comió mi plantío y usted debe saber que: ¡La mafia no perdona!
Víctor
dio media vuelta, buscando marcharse. En ese momento doña Lola tomó la enorme
tranca del gallinero y la estrelló contra la
cabeza del mal hombre que, antes de caer desmayado, aun alcanzó a
escuchar: –Y usted debe saber que: ¡Doña Lola tampoco perdona! Sí. La vida en
el campo suele ser, tan aburrida.
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