sábado, 6 de junio de 2015

CAER Y VOLVER A CAER.
Francisco Márquez Razo.

Mi primera vez fue al conducir un taxi en la época de lluvias, abordó un pasajero y me indico lo condujera hacia una colonia de la periferia, las calles resultaban un desastre, lodosas, resbalosas, llenas de agua, avanzaba con lentitud y dificultad, la lluvia no paraba, caía a cántaros.
Más de una ocasión pensé en bajar al pasajero y regresar, antes de seguir adelante, pero continué.
Entonces frente a mí la calle desapareció, todo era agua, imaginé que aquello era una extensión del propio mar, no alcancé a descubrir el final, tímidamente exclamé: ¡Creo qué hasta aquí llegamos!
El pasajero sereno me indicó: ¡Sí pasa mi compa, el terreno es firme y no hay bronca!
La intuición me pedía abandonar.
Aquel individuó arremetió con prisa: ¡Sí pasa, dele, casi llegamos! ¡No ves que todos lograron cruzar! ¡Vamos dale!
Entré cautelosamente, intentando hacerlo por las orillas, pero fue inútil, a media calle el auto se detuvo, estaba atascado y sin remedio.
-Le repliqué al pasajero ansiosamente: ¡No que sí pasaba!
Saco su cartera me extendió un billete de doscientos pesos, secamente respondió: ¡Y, a mí que pinche caso me haces! ¡El qué viene manejando eres tú!
Abrió la puerta descendió y ahí me quedé…
La grúa me costó el triple de lo obtenido.
Fue una amarga lección y me prometí que jamás, nadie volvería a engañarme de esa forma.
Diez años después, otra época de lluvia, la más intensa registrada, producto del amor tormentoso de los huracanes Ingrid y Manuel, acudía a mi pueblo después de varios meses de ausencia, conocía bien el camino, a mi camioneta de lujo no la detendría nada.
Al dejar la carretera y entrar a la terracería observé una pequeña zanja en medio del rio de lodo que se había vuelto aquel sendero, la intuición apareció, pero fue vencida por la arrogancia.
Mi vehículo cayó hasta el chasis: ¡Maldita sea! Exclamé.
Recuerdos de otro tiempo, de otro lugar, de otra época de lluvia, me angustiaron.
Apenas logré abrir la portezuela y salir, casi pierdo los zapatos nuevos en aquel lodo negro y espeso con la dureza del concreto.
El agua tan fría que sentí quemaba la piel.
Respiré aliviado al descubrir a un tractorista, que se encontraba a unos cien metros, bajo un frondoso  árbol, comiendo tranquilamente.
Me acerqué, lo saludé, le comenté mi problema y si podía acudir con su tractor hacia la camioneta y remolcarme.
Observó hacia donde le indiqué, movió la cabeza negativamente, me explicó que debía de arar la tierra y que solamente se detendría a comer, para enseguida continuar.
-Ofrecí doscientos pesos- Se negó.
Sólo hasta llegar a quinientos aceptó.
Acercó el tractor al lodazal, se colocó un par de botas, tomó un cable de acero con un gancho y con la pericia de un rescatista experto, libró a mi camioneta de su trampa.
-Pagué lo acordado.
Antes de partir y agradecido, iniciamos una amigable charla, llamó mi atención ver sobre el tractor una bolsa para dormir y una hielera con alimentos-
-¡Vaya le dije usted si viene preparado!
Si, respondió, por lo regular duermo aquí durante el día.
-Imagino, le comenté, que debía tener bastante trabajo rescatando conductores incautos como yo, qué se quedan atorados en aquella tramposa zanja.
Es correcto, respondió.
-Lo qué no entiendo, agregue: ¿Es por qué duerme aquí y no se va a casa por la noche?
¡Está loco! Contestó.
No ve qué es en la noche, cuando hago la zanja.
Si… está vida mía, caer y volver a caer.










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