sábado, 25 de abril de 2015

¡GRACIAS POR EL AGUA!
 Francisco Márquez Razo.
                                            No resultaba de mi agrado, pasar las vacaciones de fin de año en el rancho, a los catorce años intentas que tus vacaciones sean una aventura, ó, al menos una etapa de grandes descubrimientos, pero también a esa edad resulta difícil evadirte.
Así que me resigne a morir de aburrimiento, pues todo mundo sabe que en los pueblos o hay nada que hacer.
Al llegar, nos encontramos con que mi abuelo estaba bastante atareado y mi madre me envió a ayudarlo, sin siquiera preguntarme si quería hacerlo.
Resulta que la noria, de la cual se abastecían de agua y qué en esa época resultaba común en los poblados, requería de una limpieza para extraer la arena que de tiempo en tiempo se iba acumulando en el interior, mi abuelo aceptó feliz que yo participará, pues mi poco peso, hacia más sencillo que me bajaran y subieran sobre una cubeta.
Vi el fondo de aquella noria y la verdad no me resultaba atractivo descender, pero no encontré la forma de evitarlo.
Para motivarme mi abuelo me comentó que aquella tarea resultaba un honor- ¡Maldito honor! Exclamé furioso.
Bastante molesto y mientras me preparaban para bajar pregunte en tono de burla: ¿Y a quién le debemos el maldito honor de esta noria?
Mi abuelo me escuchó y tranquilo respondió: ¡Después de terminar tu tarea te lo diré!
Seis horas más tarde y sin que se hubiera calmado mi mal humor, escuche la historia que me había prometido el abuelo.
Hubo un tiempo –decía-  que las gentes estaban más apegadas a su tierra, nacían y morían en el mismo pueblo, en la misma casa, los ancianos decían que era debido a una tradición tan antigua que nadie recordaba cuando había iniciado.
Está consistía en que al nacer un nuevo miembro y puesto que los nacimientos los realizaban parteras que acudían a domicilio, al cortar el cordón umbilical se debía enterrar de prisa en una de las esquinas del patio de la casa, para que siempre estuviera ligado a su tierra y a su gente, esto le impedía que aun cuando se alejará, se olvidará de su pueblo, tarde o temprano volvería a casa, a sus raíces, a su origen.
En ese tiempo acudíamos hacia el rió para acarrear agua, pues la noria, que tú amablemente nos ayudaste a limpiar,  aún no existía.
-Amablemente,- si, como no, pensé-
En el caso de nuestra familia, tu abuela y demás ancestros, junto con el cordón umbilical, enterraban una prenda que nos identificaba a cada uno.
-¿Y dónde hacían el entierro?- Pregunté.
Ahí, por donde ahora está la noria, me aclaró.
-Pero y entonces: ¿quién la hizo? -volví a interrogar-
Continuó el relato; en una ocasión y después de fuertes discusiones, por cuestiones sin trascendencia, como el hecho de negarse a ir por agua hasta el rio, alegando que era bastante cansado, uno de los miembros de la familia amenazo con marcharse y olvidarse de todo y de todos, no deseaba jamás regresar a esta tierra.
Pero entonces recordó que su cordón umbilical estaba enterrado y que eso lo haría volver.
Así que tomó pico y pala y comenzó a cavar buscando su cordón, todo un día y una noche.
El abuelo suspendió la historia.
-Tuve que preguntar ansioso: ¿Y qué pasó, encontró su cordón?
No, pero en cambio dio con el venero de agua y  fue él quien nos regaló la noria y a partir de entonces ya no tuvimos que ir al rió.
-¿Y quién fue ese idiota? Volví a preguntar.
¡Yo! Respondió tranquilamente mi abuelo.
-Avergonzado solo pude decir: ¡Gracias por el agua!





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