El pajarero
Francisco
Márquez Razo.
Apenas
amanece y un coro de aves me anuncia la vida desde el limonero del patio, canto
de libertad a través de mi ventana.
Hace
tiempo, en un poblado cercano a la ciudad, vivía el mejor cazador de aves que
hubiera existido jamás, el rostro quemado por el invierno de muchos años, alto,
delgado, de mirada huidiza que oculta bajo un maltratado sombrero de palma,
cuentan poseía la habilidad de imitar el llamado de apareamiento de cualquier
ave que deseaba atrapar, los domingos se encaminaba a la ciudad de Durango,
cargando doce jaulas en la espalda, un acompañamiento de dulces trinos indicaba
su paso, curiosamente parecía que el dinero no le importaba pues en diversas
ocasiones regalaba sus pájaros, le importaba más saberse único, el orgullo de ser
el mejor, nadie conocía su nombre le llamaban: El pajarero.
Atrapar
aves era su oficio, pasión y adicción, cazaba por placer, su vivienda era un
verdadero zoológico de aves, vivía sin familia para dedicarse de tiempo
completo a su afición, relatan que recorría medio país en largas cacerías.
Su
vanidad subía hacia el cielo si acudían a buscarlo para solicitarle un ave en
especial; un Azulejo, poseedor del
color del cielo, tal vez un Ruiseñor
que asombra su plumaje común y emite un maravilloso canto, quizás un Jilguero, que imita a otras aves y canta
en pleno vuelo, incluso un Cardenal,
rojo brillante, bello y bastante escaso, un clásico Cenzontle, llamado pájaro
de cuatrocientas voces, un Carbonero,
que no es tímido y aprende a comer sobre la palma de la mano, posiblemente un Zorzal, el genio del canto entre las
aves, pues inventa sus propias melodías, el que pidiera el cliente sin duda lo
conseguiría.
Presumía
ante cualquiera que lo escuchara que desde niño era inigualable su habilidad
para atrapar pájaros, que conocía su lenguaje, los llevaba a comer de su mano y
después los encerraba.
En
su patio predominaban jaulas con Urracas,
pues decía que graznaban y le avisaban cuando alguien se acercaba, eran sus
vigilantes, en espacios más grandes que parecían gallineros tenia Alondras, comentaba que le divertían
porque pasaban tiempo en el suelo caminando, sin brincar como otras aves.
Su
favorito y que conseguía para extraños fines era: El Colibrí, por la dificultad
en atraparlo y de amplia demanda en cuestiones de magia.
Por
divertirse atrapaba en la temporada Golondrinas,
esa migrante que regresa año tras año, ocasionalmente Palomas, que degustaba asadas, o cocinadas en adobo.
Sostenía
que eran miles de aves las que había atrapado con sus expertas manos, atrapadas
y encerradas, solo muertas serian libres.
Pero
todo este derroche de vanidad durante el día, se apagaba al caer la noche, a
pesar de anestesiarse con alcohol y otras yerbas, las pesadillas no lo
abandonaban, se soñaba convertido en ave, atrapado por ágiles manos en el
momento que se disponía a cantar, después era encerrado en una jaula y sabia
entonces que solo muerto seria libre, y es que las aves cantan para soltar sus
emociones, es su manera de contarnos, resulta ni más ni menos: expresión
individual.
El
pajarero despertaba cansado y preguntándose porque estos terribles sueños le
atormentaban, hacía años que no conocía la paz, tal vez –pensaba- a diferencia
de las aves, no lograba encontrar la manera de comunicarse con los demás, pues
se había aislado, era un ser solitario, frustrado y resentido con todo y contra
todos, solo era un depredador, o quizás en el fondo de su alma envidiaba la
libertad, el limpio vuelo de las aves y al atraparlas no resultaba más que un
miserable carcelero de seres inocentes, pero también se convencía que entre más aves lograra atrapar, entonces,
tal vez fuera suya esa libertad que tanto ambicionaba y también cantaría y
volaría cómo un pájaro en el cielo claro y azul.
Nadie
logró explicar que sucedió, dicen que un domingo de sol radiante, solo se
escuchó el silencio en la casa del pajarero.
Los
testigos de esta historia afirmaron que las jaulas se encontraban abiertas, no
había un pájaro enjaulado, si, en los árboles del pueblo y el pajarero nunca
más apareció.
También
comentaban que diariamente y a lo largo de muchos meses en la higuera del patio
de la casa del pajarero se posaba una Urraca
sucia y maltrecha que graznaba de una manera espantosa, hasta que una mano piadosa
le arrojaba una piedra para callarla.
Hoy
que la libertad canta frente a mi ventana en ese coro de pájaros sobre el
limonero, no dejo de preguntarme: ¿Cuántos pajareros en mi ciudad existirán?
Que al ser incapaces de expresarse, solo buscan dañar a los demás.
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