CAER
Y VOLVER A CAER.
Francisco Márquez Razo.
Mi primera vez fue al
conducir un taxi en la época de lluvias, abordó un pasajero y me indico lo
condujera hacia una colonia de la periferia, las calles resultaban un desastre,
lodosas, resbalosas, llenas de agua, avanzaba con lentitud y dificultad, la
lluvia no paraba, caía a cántaros.
Más de una ocasión
pensé en bajar al pasajero y regresar, antes de seguir adelante, pero continué.
Entonces frente a mí
la calle desapareció, todo era agua, imaginé que aquello era una extensión del
propio mar, no alcancé a descubrir el final, tímidamente exclamé: ¡Creo qué
hasta aquí llegamos!
El pasajero sereno me
indicó: ¡Sí pasa mi compa, el terreno es firme y no hay bronca!
La intuición me pedía
abandonar.
Aquel individuó
arremetió con prisa: ¡Sí pasa, dele, casi llegamos! ¡No ves que todos lograron
cruzar! ¡Vamos dale!
Entré cautelosamente,
intentando hacerlo por las orillas, pero fue inútil, a media calle el auto se
detuvo, estaba atascado y sin remedio.
-Le repliqué al
pasajero ansiosamente: ¡No que sí pasaba!
Saco su cartera me
extendió un billete de doscientos pesos, secamente respondió: ¡Y, a mí que
pinche caso me haces! ¡El qué viene manejando eres tú!
Abrió la puerta
descendió y ahí me quedé…
La grúa me costó el
triple de lo obtenido.
Fue una amarga
lección y me prometí que jamás, nadie volvería a engañarme de esa forma.
Diez años después,
otra época de lluvia, la más intensa registrada, producto del amor tormentoso
de los huracanes Ingrid y Manuel, acudía a mi pueblo después de varios meses de
ausencia, conocía bien el camino, a mi camioneta de lujo no la detendría nada.
Al dejar la carretera
y entrar a la terracería observé una pequeña zanja en medio del rio de lodo que
se había vuelto aquel sendero, la intuición apareció, pero fue vencida por la
arrogancia.
Mi vehículo cayó
hasta el chasis: ¡Maldita sea! Exclamé.
Recuerdos de otro
tiempo, de otro lugar, de otra época de lluvia, me angustiaron.
Apenas logré abrir la
portezuela y salir, casi pierdo los zapatos nuevos en aquel lodo negro y espeso
con la dureza del concreto.
El agua tan fría que
sentí quemaba la piel.
Respiré aliviado al
descubrir a un tractorista, que se encontraba a unos cien metros, bajo un
frondoso árbol, comiendo tranquilamente.
Me acerqué, lo
saludé, le comenté mi problema y si podía acudir con su tractor hacia la
camioneta y remolcarme.
Observó hacia donde
le indiqué, movió la cabeza negativamente, me explicó que debía de arar la
tierra y que solamente se detendría a comer, para enseguida continuar.
-Ofrecí doscientos
pesos- Se negó.
Sólo hasta llegar a
quinientos aceptó.
Acercó el tractor al
lodazal, se colocó un par de botas, tomó un cable de acero con un gancho y con
la pericia de un rescatista experto, libró a mi camioneta de su trampa.
-Pagué lo acordado.
Antes de partir y
agradecido, iniciamos una amigable charla, llamó mi atención ver sobre el
tractor una bolsa para dormir y una hielera con alimentos-
-¡Vaya le dije usted
si viene preparado!
Si, respondió, por lo
regular duermo aquí durante el día.
-Imagino, le comenté,
que debía tener bastante trabajo rescatando conductores incautos como yo, qué
se quedan atorados en aquella tramposa zanja.
Es correcto,
respondió.
-Lo qué no entiendo,
agregue: ¿Es por qué duerme aquí y no se va a casa por la noche?
¡Está loco! Contestó.
No ve qué es en la
noche, cuando hago la zanja.
Si… está vida mía,
caer y volver a caer.